viernes, 1 de enero de 2016

Extremadura

EXTREMADURA

PRIMERA PARTE

I.- LA JESA DE LA MORGAÑA

Viejas capellanías, bienes de propios,
terrengueros baldíos del Guadiana,
plantonales en ciernes, sotos, calveros,
rozas, senaras...
Sin más titulaciones que los milagros
d'un feliz amasijo de maturrangas,
componen la dejesa que llama el pueblo,
por mal nombre, «La jesa de La Morgaña».

Mide leguas y leguas de linde a linde.
Y sus mojones de piedras blancas,
en pie de guerra siempre, van enrolando,
sin conquiyos, umbrías y resolanas,
Y a lo sonco, recortan los olivares,
y muerden, a lo sonco, tierras de calma,
y un año de sequía se permitieron
pellizcar en el cauce del Guadiana.

¡Pero venir al río con socotreos
y papandorias y martingalas!...
Al río, que se esconde de chiriveje
pa que no le barrunten andar a gatas;
al caudaloso río de los castúos,
que les pregona, cácarro, recias jazañas.

La chiringa, tan sólo colma recuéncanos.
El chaparrón consigue llenar las balsas;
pero ronca la furia de la tormenta:
las aguas se desbordan turbias de rabia,
y, a la charramandusca, quiebran mojones,
derrumban setos, rompen barrancas
y corren po los valles arrepañando
cochinos, cabras, borros, yeguas y vacas.
¡Que le vengan al río con socotreos
y martingalas!
¡Al amo de la jesa, tan sólo el río
le cobra con justicia las alcabalas!

II.- LA JILANDERA

Eran chiquirrininos dambos hermanos,
¡Qué tiempo aquél!… Roaba la vida güena,
cristiana y labraora, mansa y jorzúa,
con el roar pausao de las carretas.

El padre trajinaba de manijero,
la madre laboraba de jilandera,
dambos a dos hermanos arrepañaban
légamos del vacío de las albercas.

Y un día y otro día: firme, castúa,
juerte, serena,
blanca como las flores de los jarales,
limpia como la costra de las camuesas,
dulce como las mieles,
robusta, santa, potente, recia,
la casa de los padres se mantenía
como panal tupío por sus abejas,
como la jerrería que va rompiendo
los eslabones broncos d'una cadena
con alegres martillos que repicaran
en el yunque de bronce de la pacencia.

¡Qué tiempo aquél! La madre, con sus caricias
sembraba la simiente de sus querencias,
y con la miel d'un beso trocaba en bálsamos
el dolor y las penas.

Y era su afán de siempre tener ajorros
pa mercar su jacienda:
una miajirrinina d'aquellos campos,
un cachino siquiera
d'aquella tierra parda que recibía
comuniones de trigo: la sementera,
Y d'aquí que bregara noche tras noche
con el juso y la rueca
traduciendo la rumia de sus sentires
en un —¡Alante, alante; valor, pacencia!:
Miguelón, aj erremos pa nuestros hijos
un cacho e tierra.

Y así noche tras noche, constante, firme,
mimosa, tierna,
con el suñir monótono de los tabardos,
con el leve zumbió de las abejas,
como la lima sorda rayando el jierro,
como el chorro del agua sobre las piedras..
—¡Alante, alante;
valor, pacencia!

Y al calor de sus pláticas,
y a los tibios alientos de la candela,
Míguelón y los chachos, en la tarima
se queaban dormíos a pierna suelta.
Y su sueño, dorao por estas llamas
redentoras y eternas,
subía puro y limpio jasta la gloria
con las alas abiertas.

Sonreía la madre jilando el lino.
Sonreía la rueca,
Un calenturón negro, por los rincones
reía con su zumba malagorera…
!Cómo dormían
Miguelón y los chachos a pierna suelta!

El candil s'apagaba.
Ladraban unos perros en la calleja,
Daba las once, daba las doce, daba la una
el reloj de la iglesia...
Y la madre jilaba,
y giraba la rueca.
Y los chachos dormían
a pierna suelta
mientras la chascarina canturreaba
con sus chisporretees de chilraera:
—¡Alante, alante;
valor, pacencia!
Valor...
Pacencia...

*
Poco a poco la madre se puso triste,
se puso paliúcha, se puso enferma.
Sus ojos d'azabache no relucían
con los vivos relumbres de las estrellas,
ni su voz, más alegre que la calandria,
desparcía las nubes de la vivienda.

Eran sus manos finas de terciopelo,
d'un amarillo mate como la cera;
y era su talle flojo, bajo los pliegues
del coletillo rúspero de la estameña,
como las espadañas y los pimpájaros
qu'al alentar la tarde se tambalean.
¡Tosía con los bofes concalecíos
que daba pena!...
Se moría la madre. De na servían
los bilistrajos de las recetas.

Ya no se revolvía de sus trajines
con el rumbo garboso de la oropéndola,
ni en sus labios pulíos se deshojaba
la rosa de su risa jugosa y fresca.
Y pasaba domingos sin arriscarse;
y comía las puchas sin apetencia;
y, bregando, rezaba como las monjas;
y jilaba temblando como las viejas...

¡Qué de priesa se pasan los tiempos güenos!...
¡Los tiempos güenos pasan a la carrera!

Una tarde de mayo, llena de trinos
y perfumes de lirios y madreselvas;
una tarde de mayo, cuando las sábanas
verdes de los trigales amarillean,
y con su salpullío las amapolas
tiñen de puntos rojos las forrajeras,
y tuercen sus visajes los girasoles,
y afinan sus bandurrias las tarantelas,
y las cañas lustrosas de las espigas
cual gañotes de cisnes se bambolean…
Una tarde de mayo, la madre juerte,
que ya no era ni sombra de lo que era,
suspirando... —¡La tierra pa nuestros hijos!—,
se queó muerta.

III.- MARI-ROSA

Mari-Rosa:
La Mari-Rosa de los cantares en la vigüela,
la de los ojos de lumbrinarias,
la de los labios como cerezas,
la de los verdes refajos cortos
que, cuando brinca, revolotean
sobre su carne jugosa y blanca
como la leche de las almendras.

Mari-Rosa:
La Mari-Rosa, la de la risa cascabelera;
la de retozos como los chivos
en sus alegres chinchirinelas;
la que no sabe ni de dolores
ni de congojas ni de tristezas;
la que repulga sus diez abriles
con picardías de fina seda.

Mari-Rosa:
la repionela,
la gorgorina,
la galrotera,
la charabasca,
la cusculeja;
¡la Mari-Rosa!

La Mari-Rosa de los cantares en la vigüela
llegó la noche del velatorio
tan callandito, tan rastrandera,
que ni la vieron ni la notaron
bajo la nube de gasas negras,
Y de puntillas,
y casi a tientas
fue rejostrona junto a los chachos
que sollozaban su llantilena.

La Mari-Rosa de los cantares
la de la risa cascabelera…
¡cómo lloraba junto a los chachos!
¡Cómo lloraba por su maestra:
la que llevaba sus manos finas
jilando el lino, jaciendo medias,
entretejiendo los cobertores
y repulgando las pañoletas!
Pero de pronto dijo una cosa la Mari-Rosa,
dijo una cosa la galrotera
que dio en la llaga del jimploteo,
movió la trúbila de la tristeza
y en el relámpago d'un calofrío
surgió de pronto la vida nueva.

Dijo a los chachos la Mari-Rosa:...
—¡Alante, alante. Valor, pacencia!...
¡Dios!... ¡Y lo dijo como lo dijo!
¡Cual lo decía la madre muerta!

*         
La Mari-Rosa, que se criaba
sin laboreo de barbechera,
como las juncias y los valluncos
en los recuéncanos de las albercas,
solícita limpiaba los achiperres
y cuidaba gozosa de las faenas
en casa de los chachos, donde yacía,
junto a la rueca,
respetada por todos,
la más preciada joya de la vivienda.

La silla de bayones festoneaos
en caprichosas mallas de cadeneta
sobre sus patas corvas, y requilorios
en palos de cerezo, con taraceas
a punta de cuchillo.
La silla que la madre trajo en la hijuela:
con su respaldo de piel de lobo,
donde los ocres y las grosellas,
en laberintos de ringurrangos,
fingen airosos cuerpos de ciervas
en brincos ágiles
sobre las juncias y las adelfas.

¡El trono de la santa! Mudo testigo
de una vida fecunda, paciente y téntiga.

*         
Cuando la virgen de bucles de oro,
la chilindrina revirivuelta,
gozó las mieles del amor puro,
savia rajosa de paz austera...
Cuando sus ojos de lumbrinarias,
en el aljibe de aguas serenas,
donde solía llenar el cántaro,
vieron los lirios de sus ojeras,
como bisarmas de cuentos brujos
que dieran sombras a su inocencia;
sintiendo el vértigo
de aquella raza juerte y enérgica
que hacía las glorias de su destino
corre nutriéndose de Cielo y Tierra,
sopló la lumbre del hogar santo,
cogió la rueca,
y en un arranque de sangre moza,
firme, resuelta,
llegóse al ara del sacrificio
subiendo al trono de su maestra.

IV.- BASTÍAN

Fermín agateaba por quince años;
Bastían no contaría trece siquiera,
y Miguelón, el padre, por aquel tiempo
daba de bruces en los cincuenta.

Fuese Fermín de rapa con los señores
a la casa-cortijo de la dejesa,
y Bastían, a la sombra del manijero,
dominó los intríngulis de la mancera.

Vio cómo sonreía la tierra parda
tras de las rejas,
brindándole sus labios a las alondras
en tanto que llegaba la sementera.
Y ya a los lubricanos, cuando volvían
alegres y cansinos hacia la aldea,
vio cómo los gañanes se santiguaban
al esquilón del Ángelus, que, de la iglesia,
venía despacito minando el aire
con el caracoleo de las barrenas.

Bastían era ya un hombre. Bajo su látigo
s'encogían las bestias.
Bastían era ya un hombre, porque regaba
con el süor la tierra,
Un hombre ya forjao por los trajines
y templao en el córrigo de las tristezas...
¡Un hombre, sí: qu'el dolor y el trebajo
fraguan los hombres a la carrera!

V.- EL PLEITO DEL TÍO JUAN

Juan, el de la Petruja,
el mozo más templao de la comarca,
descuajó palmo a palmo los matorrales;
abrió besana
trazando con dos surcos, según costumbre,
la cruz del primer jierro; mostró la entraña
virgen de los posíos
al beso del relente y al sol y al agua,
y dende aquel entonces jué labrantía
la madre de los brezos y de las jaras.    
Juan trajinó de firme.
Su cacho e tierra le jucheaba
con resabios de brozas,
con gamonitas y ceborranchas.
Y Juan jerre que jerre, jurguneando,
trinsando fusca, zachando grama,
domando las querencias de sus terrones
cual si domara
los negros potros de luengas crines
que pacen en las vegas del Guadiana.

Y cuando el espinazo de Juan se puso
corvo cual la cuchilla de la guadaña,
y temblaron sus manos encallecías,
cedió rajosa la tierra brava.

Entonces la dejesa le puso pleito.
¡Y por qué cosa le pleiteaba!
¿De quién era la tierra de Juan? ¿De Juan
o de la jesa de La Morgaña?

—Tierra de mis quereles, tierra bravia,
matorral de jarales y d'albulagas
que yo regué de mozo con mis suores
y con mis lágrimas;
dime: ¿quién es tu amo,
cachino e tierra de mis entrañas!
¿Quién bautizó con nombre de labraora,
sobre la cruz del jierro de la labranza,
la tez de tu corteza, donde reía
burlona la miseria de nuestra raza?
¿Quién empreñó los vientres de tus barbechos
con la gloria del trigo de las senaras
un año y otro año, cuando las grullas
bajo los nubarrones guarrapeaban?...

Tierra de mis afanes, tierra bravia:
mis sueños, mis quereles, mis esperanzas.
Dime; ¿quién es tu amo,
cachino e tierra de mis entrañas!

Y Juan besó su tierra.
Y en la paz religiosa de la mañana,
sus ojillos azules y el sol naciente
conversaron mirándose cara a cara.

El pleito jué reñío.
Larga y reñía jué la batalla.

Llegaron los changüines de la dejesa,
repletos de razones en tarangaina...

¡Juan no tenía más razón
que la corva de sus espaldas!

Y los andacapadres,
las tracalamandanas,
el berrón y el perrengue
de La Morgaña
esta vez no cegaron a la Justicia,
fiel a la revijuela de la balanza.

Y Juan ganó su pleito.

*
Una mañana,
cuando con rejolgorio
la Candelaria,
prendiendo cascabeles d'amores nuevos
al bordón y a la prima de las guitarras,
lanzó desde la torre su voz de vísperas
compasando el repique de las campanas,
Juan, el de la Petruja, vendía su tierra;
y Miguelón, su amigo, se la compraba.

—¡Justicia de las leyes: güena justicia;
pero mu cara!
—dijo Juan, añujao por las congojas
y con los ojos llenos de lágrimas—.
—Yo, que gané mi pleito, di pa la Curia
los ajorrillos que me queaban.

Ya me veo jundio:
sesenta inviernos llevo a la espalda;
y m'ajogan, m'ajogan los socotreos
de la labranza.
Ya no pueo: la brince me tie cascao.
Y cuando doy de bruces en la besana,
barrunto los quejíos de mis terrones
que me icen dolíos de mí desgracia…
—¡Juan, qué torpe y qué flojo te vas poniendo!
¡Juan, si das lástima!
Labra un surco mu jondo, suelta la yunta,
¡túmbate cara al cielo, Juan, y descansa!...

—En el sueño m'acechan las pesaíllas;
sus visiones me matan.
Veo la sombra d'un látigo que se retuerce.
Ya no es sombra: las lindes de La Morgaña
se desparcen, repían, culebrillean,
expropian, ciñen, trincan, arramplan...
Yo las veo, las veo cercar mi suerte
y estrangularla...

Algo zumba en el aire. Miro pal cielo;
¡son los grajos que pasan!

La yerba crece... Son jaramagos;
aluego son jelechos, aluego jaras...

La pesina devora mi cacho e tierra...

Una jonda restalla.
Después oigo un sílbío...
Después el birimbao d'alguna flauta...
Y columpiando roncos cencerros,
paso pasito llegan las vacas...

Ya no pué ser, me jundo. Los malos sueños
m'esmorecen el alma.

Tú tienes dos cachorros, Miguel, dos hijos
espigaos, y jorzúos y con agallas.
Siendo tuya la tierra, seréis tres machos
pa defender sus lindes y pa labrarla.
Tómala sin escrúpulos: es mi concencia
quien te la vende por lo que valga.

*        
La fiesta va granando;
risas, cantares, mosto, bullanga.
Es hora que s'arrisquen
los mozalbetes y las muchachas.

De los viejos arcones labraos a fuego,
donde la forja luce sus filigranas,
la ropa dominguera sale al jolgorio,
perfumando el ambiente de mejorana.
En la plaza terrosa qu'el sol orea,
lucen los güenos mozos sus arrogancias.

Un zagalón bragao se cuadra y dice
al tirar a la barra:
—Tengo un jarro de vino pa quien la ponga
más allá de mi raya.

Es Bastián, es el hijo de Miguelón;
son los mejores puños de la comarca.

Juan, el de la Petruja, oye, s'acerca,
mira, repara…
y apoyao en su recio garrote d'azauche,
velando una sonrisa, cruza la plaza.

VI.- LA NOCHE DE LAS CANDELAS

Llega la noche
de las candelas.
Cada familia de labrantines
tiene su lumbre junto a la puerta,
y ¡ay de la casa sin candelorio!;
más le valiera
que la tomaran las pantarujas
para sus grajas y sus cornejas.

Noche de ronda.
¡Bendita noche de las candelas!
Silban las flautas;
locas palpitan las panderetas;
y las sonoras y las bandurrias
y los rabeles y las vigüelas,
en fermatinas de notas lánguidas
se regodean.

Noche de ronda,
Vienen los mozos de puerta en puerta
dándole al jarro.
Y al sonsonete de la cadencia
dicen a dúo su gerineldo
de coplas dulces, finas, serenas,
cual la llantina de los juagarzos
en las fogatas de mil lengüetas.

Las buenas mozas,
con perifollos en la caeza,
con garambainas de colorines
y pañízuelos de filoseda,
con el repulgo de los refajos
a media pierna,
bordan descalzas el gerineldo.

Bendita noche de las candelas.
En torbellinos de repiquetes,
el campanario pulsa la fiesta
dando a los aires trinos de bronce.
La chascarina chisporrotea
bajo la comba de las campanas,
Solloza el órgano; fulge la iglesia;
surcan los cohetes el cielo torvo,
como las flechas,
y, al estrumpicio, se desmoronan
en una lluvia mansa de estrellas.
¡Ay de los mozos!
¡Ay de las mozas casamenteras!
Danzan las brujas
sobre los brazos de la veleta;
corre la savia,
vagan perfumes de vida nueva,
llegan las flores,
el amor llega...
¡Ay de los mozos!
¡Ay de las mozas casamenteras
que, al zarandango,
brincan en torno de las candelas!

*
Miguelón tiene hogaño su candelorio
por vez primera,
y, ante sus relumbríos, dice a los chachos
con lengua estropajosa que balbucea
templando los decires de las palabras
por llegar al acorde de las ideas;
—Bastían, Fermín, Chachina: La güena madre,
cuando l'abandonaron las curanderas,
jallándole los ojos ya desparcíos
por la sábana branca de la concencia,
palpándome los brazos
con las manos aquellas
que en mis carnes reviven, pos entavía
por tó mi cuerpo me temblequean,
me dijo: ¡Alante, alante;
valor, pacencia!...
Y palpaba, palpaba como queriendo
buscar a tientas
en mis brazos jorzúos
el filón de mis juerzas,
Y con voz soterraña,
jurguneando la garraspera,
me suspiró: ¡La tierra pa nuestros hijos!...
Y queó muerta.
Y con aquel suspiro jundió en mis tuétanos
el afán de mercaros un cacho e tierra,
Endíspués los trajines y los ajorros,
Mari-Rosa que llega...
Y los ruíos sagraos
en la casa dispiertan
al chascar de la lumbre, y al jervor del puchero,
y al runrún de la rueca.
Y esta zumba, tan juerte de puro mansa,
jucheó nuestras juerzas;
y el süor del trabajo, con el polvillo
que levantaran las jerramientas,
en nuestras mesmas frentes se convertía
en terrones de tierra.
¡Terrones de la tierra que yo he mercao,
sin que naide lo sepa,
y que quiero, chachinos, dir a enseñárosla
en esta noche de las candelas!

Y Miguelón suspira. Brillan sus ojos
cual los relumbres de la juguera;
se retuerce las manos, mira pal cielo,
s'encara con los guiños de las estrellas…
y al barruntar el llanto de Mari-Rosa,
l'acaricia y la besa,
y al oído le dice; —Chacha, chachina,
gorgorín de mi güerta:
¿lloras? No llores:
ponte contenta,
Ponte tu zagalejo de colorines
y tu gandaya de filoseda
y el pañolino grana con el adobo
d'aromas de membrillos y de camuesas.
Canta, ríe, retoza, brinca de gusto,
mí chorovina revolandera;
que quiero que esta noche se desentuman
tus quince años y tu vigüela.

*
Al brillar el lucero, los labrantines
aparejan sus bestias.
Van a piernacachones los mozalbetes
en albardas de bálago, bien peripuestas;
en el arzón la bota de vino tinto,
y la moza en las ancas, a mujeriegas,
una mano en el talle del mozalbete
y otra mano en el talle de la vigüela.

Delante van los viejos.
En sus recias manazas chisporretean,
al soplar el remujo,
los últimos tizones de las candelas.

Marchan rumiando jondos sentires.
Van a sus tierras
con el tributo del candelorio,
que purifica las sementeras.

En carros entoldaos, los labraores
van a sus jesas
delante de la rastra de jornaleros,
que al lomo de sus muías de La Serena
con ricos collarones de campanillas
y con jáquimas nuevas,
pregonan fachendosos
el rumbo y el tronío de la jacienda.

Dende la torre
se ve como rebullen y jormiguean
por caminos, carriles y vericuetos,
rasgando la negrura de las tinieblas,
en procesión de risas y de cantares
y notas de guitarras y panderetas,
unos puntos de fuego que se persiguen
como luciérnagas.

Son los rescoldos
de las candelas,
Son ellos, labrantines y labraores,
mozos tallúos, mozas casamenteras...
Son ellos, coplas, risas,
süor, creencias...
¡Son los cachorros que conquistaron
y conservaron un cacho e tierra!

SEGUNDA PARTE

VII.- EL PRIMER BESO

Corren tiempos felices. La vida es fácil;
l'ambición es paciente; la lucha, mansa.
El amor y el trebajo cierran el broche
d'un collar desperanzas.
Puños de jierro labran la tierra;
manos de raso cuidan la casa
Bastián, tras de su yunta, canta bravio,
La Mari-Rosa quedito canta,
Tan sólo el manijero cuenta, recuenta,
calcula y calla,
y silencioso rumia la dicha
con el mismo sosiego que la desgracia.

Es víspera del Corpus,
En amor y compaña
Bastián y Mari-Rosa caminan juntos,
tras de sus borriquillos, por espadañas,
juncias y madreselvas,
para el altar qu'han puesto frente a su casa.
Es una tarde tibia de sol radiante.
Por el chalabarquino rezonga el agua.
Los titilillos y los jilgueros
revolotean entre las zarzas.

Al fondo de la vasta llanura fértil
se yergue, majestuosa, la sierra brava,
ceñía por la comba de los regachos,
que penden, caprichosos, de sus gargantas
como regios cintillos de cuentas verdes
con engarces de plata.
Y a la vera del lombo, breves alcores,
extensos altozanos, mesetas amplias,
que como desperezos de la llanura
sirven de contrafuertes a la montaña,
y en donde seculares encinas vírgenes
muestran la reciedumbre de su pujanza,
serenas, graves, nobles, como si fueran
el troquel de la raza.

Por entre las encinas van los muchachos
devanando el ovillo de su caraba.

Al abrigo del cerro de las coscojas,
que reta con sus canchos a la montaña,
torvo y enfurruñao,
hay un roíllo de tierra llana
qu'alfombran gamonitas y jaramagos,
cardinchas, gallicrestas y ceborranchas,
en donde muy surito vierte su córrigo
de limpias aguas
el fragüín que, saltando de risco en risco,
desciende de las morras de la Morgaña,
y en el lecho del llano, sobre la yerba,
trinsao de fatiga se destiraja,
diciendo, cantarino, cuentos de lobos
al doblón, los tamujos y las retamas.

Porqueros y pastores pueblan el valle,
Sus chozas de jelechos y de montana
cercan las parieras y los atajos
qu'el arroyo deslinda con sus vardascas.
Adoban el resensio la tierra húmeda,
el perejil silvestre, la yerba cáustica,
romeros y tomillos,
almoradú, jarancios, brezos y jaras.

Lavando sus almillas de colorines,
unas zagalas
entonan al acorde lindos cantares.
Guarrapean las ranas.
Llora el rabel gangoso; silban sus notas
los canutos de caña;
tiemblan miles de esquilas;
regruñen los lechones, los borros balan...
y en las cuencas de fresno repiquetean
los machotes el himno de la trincaya,

Bastián y Mari-Rosa suben al cerro,
desde donde atalayan
el recocaje de los pastores
que, discreto y humilde, yace a sus plantas.
El aroma del viento, jugoso y acre,
la paz de los albergues, la vida mansa,
los bejorriles de penachos azules,
las notas vagas
de leves tintineos, las tonaíllas
amorosas y plácidas
y el balar cadencioso, y el dulce arrullo
del rabel y las flautas,
prenden fuego de amores en los muchachos
y conmueven sus almas.

Vibra su carne virgen, vela sus ojos
el fulgor de unas lágrimas;
y horizontes purísimos azul y rosa
d'una aurora diáfana
nimban el cuerpecino d'un chiriveje
que les tiende los brazos en lontananza...

Y palpita la roca de los canchales,
y cloquea fecunda la sierra brava,
y reviven las flores de los aromos,
y revientan las yemas, corre la savia…
Y sobre las coscojas, sobre los riscos,
sobre los chozos y las cabañas
el querubín hermoso del primer beso
bate sus alas.

VIII.- LA SIESTA

A las caldas ardientes d'un sol de lumbre,
la tarde bochornosa duerme la siesta.

No chilrían los mirlos entre las mimbres,
ni s'arrullan las tórtolas en las charnecas,
ni los cucos burlones ni las bubillas,
entre las espadañas jacen la ruea:
qu'al fuego derretío d'un sol de plomo
callan los musiqueros de las riberas.

Tan sólo las chicharras, entre los pámpanos
de las viñas montúas de las arenas,
con las alas en pompa, dan rechiníos
rizando las ternillas de la caeza.
Y es su canción un blando suspiro jondo
de calor y cansera:
la canción que suspira
la llanura sedienta.

De repente la copla de las chicharras
se pone retemblona, se tambalea.
Un árbol que plantaron en una linde
desparce por el suelo las. hojas secas,
y el polvillo mullío de los rastrojos
se levanta jormando la polvareda.

Es que corre la racha d'aire solano.
La tarde da vajíos, y cuando alienta,
los remolinos barren las hojarascas,
que se buscan, respingan, corren y juegan,
vienen de los plantíos a los barbechos,
tornan de los barbechos a la arbolea,
saltan y brincan,
s'encaracolan, revolotean
y suben como cohetes altas, mu altas,
jaciendo remetías y garambetas…

Pasan los remolinos, y luego caen,
como pájaros muertos, sobre la tierra.

Y después las chicharras, y el sol de plomo
chamuscando la parda llanura seca.

IX.- LA INSOLACIÓN

Bastián, el mozo juerte de los castúos,
en mangas de camisa labra la tierra
que Miguelón, su padre, cansino y viejo,
mercó pal estribillo de su probeza
tras un vivir oscuro, noble y jonrao,
riñendo cuerpo a cuerpo con la miseria.

Los burros de su yunta dan resoplíos
con las bocas abiertas.
A los cuchinfarrones de las cuchillas,
cruje la tierra.

Ronca la canga
con los vaivenes de la mancera.
Rechinan los chinatos mientras se junden
bajo las jerraúras y las tachuelas,
y al restallar los jitos,
los jierros tiemblan.

¡Oh, la canción monótona de notas leves,
de tonos graves, d'extraña orquesta
que resopla y que cruje, ronca y rechina,
restalla y tiembla
bajo los relumbríos d'un sol de llamas,
sobre la tierra
que, compasando el paso, labra la yunta,
que lleva la batuta con las orejas!
Tan sólo los labriegos saben su ritmo,
qu'el arao tan sólo mueve sus cuerdas.

—¡Qué alegría más grande;
cómo crecen las juerzas,
y el corazón se jincha
de cosas güeñas,
y llegan a lo vivo de los reaños
sanas querencias,
siendo d'uno la suerte,
siendo d'uno las bestias
y siendo también d'uno los goterones
del süor que chorrea!...
—dice Bastián, jundiendo con paso firme
los surcos removíos, que se derrengan
y marcan de sus botos claveteaos
profundas juéyegas.

Bastián rumia la historia d'aquella suerte,
que medirá tan sólo veinte fanegas,
y, rumiando, rumiando y abriendo surcos
bajo el sol derretío que le caldea,
pasa y repasa el mozo sus alegrías
y sus tristezas.

Pero los rayos del sol de lumbre
le taladran la nuca como barrenas,
y Bastián siente vértigos.
Su frente abrasa, sus labios queman.
Una manga de chispas punza sus ojos,
Un enjambre le bulle por la caeza...
Y sus puños aflojan entumecíos;
y las rodillas se le derrengan;
y su cuerpo de bronce, firme y tallúo,
de fibras recias,
se despluma de bruces, asollamao,
sobre la muletilla de la mancera.

Ni un cristiano discurre por los carriles,
La tarde bochornosa duerme la siesta.

Anochecío,
cuando el sol, agarbao tras de la sierra,
tiñe y bruñe la franja de los baraños
de luz sangrienta,
y abre la clara luna su puerta de oro,
y anuncian los luceros a las estrellas,
asoma traspón vienen canturreando
las tonás de la tierra
muchachas que trajinan d'espulgaoras
y de cesteras,
bajo sus tenderetes de lonas blancas,
en las villas montúas de las arenas.

Traen al cuello collares de verdes pámpanos,
y esquinitas de uvas en las orejas,
que alegres, las indinas, con jugueteo,
por el camino las comisquean.

Con la pandilla viene la Mari-Rosa.
El espolique brujo de la querencia
pone en su cuerpo fino garbo de corza
y espabila sus piernas
cuando a los lubricanos,
labrando su besana, Bastián la espera.
Pero al subir alegre por un cabezo
desde donde divisa su cacho e tierra,
repara, lanza un grito, tiende los brazos
y parte como loca campotraviesa.
Y las muchachas de la pandilla
corren tras ella.

—¡El sol de los membrillos, el sol de llamas,
le jirió con sus rayos en la caeza!

—¡Bastián, Bastián, chachino; no me responde!
Restregarle las sienes con agua fresca.
Pronto, ¿No tenéis agua?
¿No topásteis un pozo por la verea?...
—¡Santo Dios, que no hay agua, que me se muere;
que la frente le arde, qu'el pecho tiembla,
que sus ojos se ponen ya vidriaos
y l'estrangula la garraspera!

—¡Vigen de Guadalupe, Vigen quería;
tunde la nube fosca de la tormenta!

Y Mari-Rosa calla. Sus ojos jienden
la llanura sedienta,
y los baraños tintos en sangre,
y los luceros que candilean,
y el foco de la luna de luz de fragua,
roja y siniestra.
Llora la Mari-Rosa. La tierra abrasa;
se mastica el borchorno; el aire quema.
D'allá lejos s'escuchan los rechiníos
d'una carreta,
y una voz cachazúa que va cantando
una canción monótona y plañidera.

—¡Agua: no tener agua!...
¡Y por un buche d'agua que me se muera!...

—¡Ah: las uvas, las uvas!
Estrujar los racimos a la carrera
sobre mis manos, pa que con mosto
le remoje la lengua.

Los pámpanos son frescos;
ponerle muchos pámpanos en la cabeza.

Cierra la noche.
Los mozos prenden fuego las rastrojeras,
y en la llanura surgen lagos de llamas
que fingen oleaje con sus lengüetas.

La procesión es triste. Cuadro tan triste
jamás se viera.
Traen a Bastián las mozas en tenguerengue
sobre una bestia,
con la camisa llena de mosto,
y un vendaje de pámpanos en la caeza.

Los mozos que retornan de sus trajines
y los que prenden fuego las rastrojeras,
ante cosa tan rara se desconfían
y titubean;
y al fin sus risoteos llenan el aire,
pensando que las mozas vienen de fiesta.
—Dejárnosle a nusotros espulgaoras;
veréis si le quitamos la borrachera.

Pesa el aire caliente como una losa
de plomo derretío. La luna llena,
rechoncha y mofletúa, roja de risa,
no repara en los guiños de la estrellas.

Veniros con nusotros, espulgaoras;
que ya vos quitaremos la borrachera.

—Bastián: ¡alante, alante!
—dice la Mari-Rosa—;
¡valor, pacencia!
¡Valor!
¡Pacencia!

X.- LA CURANDERA DE MEDELLIN

Mira la curandera de reojo
pal chinero que guarda sus bártulos,
y jaciendo caroñas y guiños
se santigua con un garabato.

Coge luego un tostillo de jíerro;
da tres golpes, consulta el oráculo,
y endispués de lanzar un quejío
s'engurruña y entona el ensalmo.

—¡Ay del mozo valiente y fornío
que al labrar en la siesta su campo
cae de bruces al filo del surco
por la lumbre del sol chamuscao!
¡Ay del güen mozo,
si no tiene agua fresca en el jato!

¡Muera la víbora!
¡Viva el lagarto!
¡Corre y brinca detrás de la Maya,
Samparipayo!

¡Ay del recio gañán que s'abrasa
sin tener más consuelo ni amparo
que terrones de tierra encendía
y montones de polvo escaldao!
¡Ay del gañán;
qué amargosa es la jiel del trebajo!

¡Muera la víbora!
¡Viva el lagarto!
¡Corre y brinca detrás de la Maya,
Samparipayo!

Mete la curandera su soplillo
por la boca d'un cántaro;
sopla fuerte y el agua rebulle
d'alegría, riyendo y cantando.

—Agua clara, de fuente perdía
entre riscos y peñas y canchos,
donde mojan sus picos las tórtolas
pa seguirse endispués arrullando.
¡Ay, agua clara:
bien podías jacer un milagro!

¡Muera la víbora!
¡Viva el lagarto!

Agua fresca, de copos de nieve,
serená por la noche del Santo,
y enramá con jazmines morunos,
asusón, toronjil y mastranzo.
¡Ay, agua fresca;
bien podías jacer un milagro!

¡Muera la víbora!
¡Viva el lagarto!
¡Corre y brinca detrás de la Maya,
Samparipayo!

Saca la curandera zarzamora
del chinero que guarda sus bártulos,
y jaciendo mimosos melindres
la coloca en un cuenco de barro.
Zarzamora, más dulce qu'almiba,
perfuma de romero y jarancio,
que nos curas los malos hechizos
del amor, que nos dan embrujao...
¡Ay, zarzamora;
bien podías jacer un milagro!

¡Muera la víbora!
¡Viva el lagarto!...

Zarzamora que curas cuartanas,
padrejón, patatús y trancazo,
y revuelta con flores de luna,
mal de ojo, tiricia y embargo.
¡Ay, zarzamora;
bien podías jacer un milagro!

¡Muera la víbora!
¡Viva el lagarto!
¡Corre y brinca detrás de la Maya,
Samparipayo!

Coge el cuenco la vieja; lo moja
con el agua bendita del cántaro,
y lo llena después de vinagre,
y consulta de nuevo el oráculo,
y lo pone en la frente del mozo
a la par que repite el ensalmo:

¡Muera la víbora!
¡Viva el lagarto!...

¡Jierve, jierve; la lumbre caldea!…
¡Ya se jizo, por fin, el milagro!

¡Muera la víbora!
¡Viva el lagarto!

Y riyendo con risa de bruja,
se santigua con un garabato.

XI.- CARRERAS DE GALLOS

Tarde mansa de otoño.
Medellín arde en fiestas.
Recios gañanes lucen sus mulas labraoras
en un cabalgar lento, camino de l'alberca.
Dulces. Chiquillería
lampuza y bullanguera.
Pastores embutíos en trajes d'estezao.
Mozalbetes, comadres, mocinas peripuestas
puliendo una sonrisa.
Sonoras, castañuelas.
Cielo azul, tierra parda, sol radiante. Jolgorios,
amoríos, querencias…
Y una copla bravia desgranando requiebros
en el ambiente tibio de la tarde serena.

Es el doce de octubre.
Los valientes castúos de Medellín celebran
aquel primer abrazo
que España le dio a América,
derrochando, rajosos, valor y gallardía
en un viril alarde de pujanza y destreza.

Van a correr los gallos en el lejío. Cruzan
las calles polvorientas,
sobre potros d'empuje, cubiertos d'alamares,
bordando, fachendosos, lanzas y moringuetas.
Fajas rojas y azules al viento. Colorines
de ropas domingueras
salpicando de tonos calientes el lejío.
Redoblantes. Trompetas.
¡Silencio! Veinte gallos
—ice el pregón— recuelgan
a quince pies del suelo.
Y estribando la cencia
del festejo en cortarles
a tajos la caezas,
ca cual de los mozos ganará los que mate,
y al que más, nombraremos capitán de la fiesta.

Calla el pregón. Relucen
al sol las cachicuernas…
y palpitan, ansiosos, corazones cansinos
de viejos labrantines, embotaos por la briega,
mientras en los rollizos ijares de los potros
se junden las espuelas,
y restallan las furias del galope tendió
sobre la tierra parda, qu'orgullosa retiembla,
despertando al recuerdo de jazañas d'antaño
que regaron con sangre de infieles su corteza.

¡Alante, alante! —icen
tambores y trompetas.

Y en cata de los gallos rebrincan los jinetes
dando a la vuelta y torna chisfarratás certeras;
y a cada tajo en firme, rezumba el alboroto
del pueblo, enardecío, que grita y palmetea.

—Un trago por mi mozo, compadre —ice un viejo
levantando su bota de vino de Guareña.
—¡Bravo, Currillo, bravo! Recorta cuando brinques,
no t'escaches la jeta.
—Por las fajas azules apuesto dos lechones.
—¡No te caerá esa breva!
—Por mi nieto y los rojos, un chorizo del cabo
—va gritando la agüela...
Y entre dos zagalinas,
ya pronto casaderas,
queda un ramo d'albeaca
perfumando una apuesta.

Ya tornan los jinetes, al paso castellano,
mostrando en sus arzones las piltrafas sangrientas.
Mercachifles rumbosos
les brindan chirrichoflas y dulzainas caseras.

Ansiedad, cuchicheos;
redoblantes, trompetas...
¡Silencio! El pregonero
va a fallar la contienda:

—Once, los coloraos; y nueve, los azules,
Pedro Cortés, el nieto d'Alfonsa la yegüera,
seis viajes, seis tajos;
seis tajos, seis caezas.
Pedro Cortés; en nombre del Concejo os nombramos
capitán de la fiesta.

Y el mozo sale al medio del lejío. Se cuadra,
se quita la montera
y marca, cimbreándose sobre su potro negro,
garbosas reverencias.

Y el pueblo s'alborota,
le saluda con vivas, le aplaude, le corteja...
Y a su paso enrojecen las mocinas tempranas,
le saludan los viejos y le palpan las viejas.

Y el castillo —glorioso relicario d'un pueblo
de valientes que supo dilatar sus fronteras
hasta imponer, al tajo de sus recias tizonas,
a la joven América
su cultura, sus leyes,
su Dios y su bandera—,

el castillo soberbio,
qu'hoy cubre con yerbajos las caries de sus piedras,
y que opuso a los siglos sus pardos torreones
que levantó la Gloria y respetó la Guerra,
pues se runde tan sólo
al peso formidable de su propia grandeza,
sonríe, con sonrisa de titán derrengao,
al cachorro bragao que ganó las carreras.

XII.- LA SEMENTERA

Antes que el sol ascienda majestuoso
coronando la paz de los oteros,
la forja del lugar anuncia el día
con sencillo y jovial chisporroteo.

Resopla el fuelle. La tenaza corva
junde la reja en el carbón de brezo
que enclueca el espetón. Las chispas bullen
como abejas de fuego;
y el yunque patriarcal, a las caricias
del alegre martillo bullanguero,
vibra sonoro, en el silencio grave,
despertando al trajín a los labriegos.

Después, el misterioso
breve murmullo de los desperezos;
la voz del gallo saludando al alba,
el nervioso vaivén del ajetreo,
y el toque d'oración, a cuyas notas
vaga el Ave María por el pueblo,
Y en un beso de luz del sol naciente,
la ofrenda del trebajo sube al cielo.

Al pie d'un azauche vejestorio,
que centra los lindazos del terrero,
Bastián y Mari-Rosa rezan juntos
la oración de la siembra. Los labriegos
que vienen por las trochas se descubren,
se santiguan y pasan en silencio.

«Cacho e tierra que tienes entrañas
que moldean la entraña del pueblo.
Cacho e tierra que ordeñas y endulzas
y cuajas el agrio süor del labriego:

Yo te traigo la güena simiente,
la flor del granero:
trigo rubio, más rubio que el oro
que d'América trajo el agüelo;
trigo rubio que en pan convirtiera
la Jambre, si Amor no anduviera por medio.

Ten allá. Y en la paz de tus surcos,
y al calor maternal de tus senos,
que brote, que brote. Que tallos lustrosos
saluden, airosos, al paso del viento,
mostrando gozosos hermosas espigas,
Y aluego
cuando al sol el jocino relumbre
terrible, siniestro,
que humildes agachen sus testas de oro
como sí el jocino les pidiera un beso.

Cacho e tierra que tienes entrañas
que moldean la entraña del pueblo:
Dios te salve de grama y cenizo,
Dios te salve de la ira del trueno,
Dios te salve del hombre sin nombre
que trunca, cobarde y brutal, tus empreños;
Dios te salve de hechizo de bruja,
Dios te salve del ala del cuervo,
que trueca en negrillo la espiga que toca
¡Dios te salve y te dé buen tempero!»

¡Qué bonita qu'está la Mari-Rosa!
se dicen los que cruzan el sendero,
camino de sus tierras, ¡Con qué garbo
ciñen la gracia del justillo nuevo
los ramales de crines, que sostienen
el zurrón de pellejo!
¡Paece la Vigen de la sementera
que bajara del Cielo!

—¡Qué bonita que está la Mari-Rosa!
Se dice un zagalillo, que, a lo lejos,
de pie sobre un jalón, cual estatuilla
de barro qu'el sol bruñe, mira atento
cómo la moza tira la simiente
precisando el alcance del voleo.
¡Paece la Vigen de la Sementera
que bajara del Cielo!

—¡Qué bonita qu'está la Mari-Rosa!
Se dicen, a su vez, el sol, el viento,
la tierra labrantía,
el alcudón, la alondra y el triguero.
¡Qué bonita qu'está! Y el sol la besa,
y, juguetón, ciñe su talle el viento,
y cantan las alondras, y a su paso
se abre la tierra en surcos, sonriendo.
¡Paece la Vigen de la Sementera
que bajara del Cielo!

¡Qué bonita qu'está mi Mari-Rosa!
Se dice el mozo, que por un momento
para la yunta pa secar su frente
y aspirar el aroma del resensio.
¡Qué bonita qu'está! Y ha de ser mía,
mía pa siempre, ¡pa siempre! Y será luego
la madre de mis hijos: la maestra
que les enseñe dende nuevos
dónde está Dios y dónde está la tierra
de donde sale el pan que nos comemos.
¡Qué bonita qu'está qué repreciosa,
qué firme y qué garboso tiene el cuerpo!...
¡Quién fuera el airecino que revuela
los faralares de su zagalejo!

Y ella mira, comprende, s'arrebola,
sonríe coquetuela; tira luego
unos granos de trigo contra el mozo
mientras que, mimosina, va diciendo:
—Déjame que te siembre, pa que broten
en tu magín los güenos pensamientos—.
Y el gozo bailarín brinca y retoza
en sus ojillos claros entreabiertos...
¡Paece la Vigen de la Sementera
que bajara del Cielo!

Una vieja canción d'amores pasa
cuchicheando con el viento.
Tiemblan esquilas en los andurriales;
suenan lejanos los cencerros;
canta un zorzal; murmullos leves
siembran la paz en el resensio.

Turba de pronto la inefable calma
brusco tropel, vertiginoso estrépito
que de las altas cumbres de la jesa
se derrumba, roando por el brejo.
Son cazaores que corriendo potros
vienen de La Morgaña con sus perros.

Mari-Rosa y Bastián ven una liebre
que llega mu surita, de garbeo,
por la linde adelante, y s'acurruca
detrás d'unas matillas de jelecho.

Un perrillo nervioso corretea
por entre las magarzas del lindero,
meneando la cola. Cuatro galgos
se mantienen, astutos, al rececho.

El perro ve la liebre, tiende el rabo,
queda parao en seco,
y encandila los ojos, que semejan
dos carbuncos de fuego.
Y azuza el galopín; salta la liebre,
corren los potros, jipan los podencos,
se revuelven los galgos, vociferan
a la zaga, ya roncos, los perreros…,
y en confuso tropel van devastando
los surcos por Bastián recién abiertos.

La paz fecunda de los campos juye
por un rayo de sol, clamando al Cielo.

—Es Fermín, que divierte a los señores
cazando liebres a la vera el pueblo,
—dice Bastián— mirando sus amielgas
ya trastocás en un rejollaero.

—¡Alante, alante! —dice Mari-Rosa—;
sembraremos de nuevo.

Ya entre desluces, cuando las campanas
traen de la iglesia la señal del rezo,
al pie del azauche vejestorio
que centra los lindazos del terrero.
Bastián y Mari-Rosa rezan juntos
la oración de la siembra. Los labriegos
que vuelven por las trochas se descubren,
se santiguan y pasan en silencio.
Cacho e tierra que llenas el mundo
que tus hijos llevamos por drento.
Cacho e tierra que tienes entrañas
que moldean la entraña del pueblo:
Dios te salve de grama y cenizo,
Dios te salve de la ira del trueno,
Dios te salve del hombre sin nombre
que trunca, cobarde y brutal, tus empreños;
Dios te salve... ¡del hombre!
Dios te salve y te dé buen tempero.
¡Dios te salve
y te dé buen tempero!…

F I N


Luis Chamizo

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