EXTREMADURA
PRIMERA
PARTE
I.- LA
JESA DE LA MORGAÑA
Viejas
capellanías, bienes de propios,
terrengueros
baldíos del Guadiana,
plantonales
en ciernes, sotos, calveros,
rozas,
senaras...
Sin más
titulaciones que los milagros
d'un feliz
amasijo de maturrangas,
componen
la dejesa que llama el pueblo,
por mal
nombre, «La jesa de La Morgaña».
Mide
leguas y leguas de linde a linde.
Y sus
mojones de piedras blancas,
en pie de
guerra siempre, van enrolando,
sin
conquiyos, umbrías y resolanas,
Y a lo
sonco, recortan los olivares,
y muerden,
a lo sonco, tierras de calma,
y un año
de sequía se permitieron
pellizcar
en el cauce del Guadiana.
¡Pero
venir al río con socotreos
y
papandorias y martingalas!...
Al río,
que se esconde de chiriveje
pa que no
le barrunten andar a gatas;
al
caudaloso río de los castúos,
que les
pregona, cácarro, recias jazañas.
La
chiringa, tan sólo colma recuéncanos.
El
chaparrón consigue llenar las balsas;
pero ronca
la furia de la tormenta:
las aguas
se desbordan turbias de rabia,
y, a la
charramandusca, quiebran mojones,
derrumban
setos, rompen barrancas
y corren
po los valles arrepañando
cochinos,
cabras, borros, yeguas y vacas.
¡Que le
vengan al río con socotreos
y
martingalas!
¡Al amo de
la jesa, tan sólo el río
le cobra
con justicia las alcabalas!
II.- LA
JILANDERA
Eran
chiquirrininos dambos hermanos,
¡Qué
tiempo aquél!… Roaba la vida güena,
cristiana
y labraora, mansa y jorzúa,
con el
roar pausao de las carretas.
El padre
trajinaba de manijero,
la madre
laboraba de jilandera,
dambos a
dos hermanos arrepañaban
légamos
del vacío de las albercas.
Y un día y
otro día: firme, castúa,
juerte,
serena,
blanca
como las flores de los jarales,
limpia
como la costra de las camuesas,
dulce como
las mieles,
robusta,
santa, potente, recia,
la casa de
los padres se mantenía
como panal
tupío por sus abejas,
como la
jerrería que va rompiendo
los
eslabones broncos d'una cadena
con
alegres martillos que repicaran
en el
yunque de bronce de la pacencia.
¡Qué
tiempo aquél! La madre, con sus caricias
sembraba
la simiente de sus querencias,
y con la
miel d'un beso trocaba en bálsamos
el dolor y
las penas.
Y era su
afán de siempre tener ajorros
pa mercar
su jacienda:
una
miajirrinina d'aquellos campos,
un cachino
siquiera
d'aquella
tierra parda que recibía
comuniones
de trigo: la sementera,
Y d'aquí
que bregara noche tras noche
con el
juso y la rueca
traduciendo
la rumia de sus sentires
en un
—¡Alante, alante; valor, pacencia!:
Miguelón,
aj erremos pa nuestros hijos
un cacho e
tierra.
Y así
noche tras noche, constante, firme,
mimosa,
tierna,
con el
suñir monótono de los tabardos,
con el
leve zumbió de las abejas,
como la
lima sorda rayando el jierro,
como el
chorro del agua sobre las piedras..
—¡Alante,
alante;
valor,
pacencia!
Y al calor
de sus pláticas,
y a los
tibios alientos de la candela,
Míguelón y
los chachos, en la tarima
se queaban
dormíos a pierna suelta.
Y su
sueño, dorao por estas llamas
redentoras
y eternas,
subía puro
y limpio jasta la gloria
con las
alas abiertas.
Sonreía la
madre jilando el lino.
Sonreía la
rueca,
Un
calenturón negro, por los rincones
reía con
su zumba malagorera…
!Cómo
dormían
Miguelón y
los chachos a pierna suelta!
El candil
s'apagaba.
Ladraban
unos perros en la calleja,
Daba las
once, daba las doce, daba la una
el reloj
de la iglesia...
Y la madre
jilaba,
y giraba
la rueca.
Y los
chachos dormían
a pierna
suelta
mientras
la chascarina canturreaba
con sus
chisporretees de chilraera:
—¡Alante,
alante;
valor,
pacencia!
Valor...
Pacencia...
*
Poco a
poco la madre se puso triste,
se puso
paliúcha, se puso enferma.
Sus ojos
d'azabache no relucían
con los
vivos relumbres de las estrellas,
ni su voz,
más alegre que la calandria,
desparcía
las nubes de la vivienda.
Eran sus
manos finas de terciopelo,
d'un
amarillo mate como la cera;
y era su
talle flojo, bajo los pliegues
del
coletillo rúspero de la estameña,
como las
espadañas y los pimpájaros
qu'al
alentar la tarde se tambalean.
¡Tosía con
los bofes concalecíos
que daba
pena!...
Se moría
la madre. De na servían
los
bilistrajos de las recetas.
Ya no se
revolvía de sus trajines
con el
rumbo garboso de la oropéndola,
ni en sus
labios pulíos se deshojaba
la rosa de
su risa jugosa y fresca.
Y pasaba
domingos sin arriscarse;
y comía
las puchas sin apetencia;
y,
bregando, rezaba como las monjas;
y jilaba
temblando como las viejas...
¡Qué de
priesa se pasan los tiempos güenos!...
¡Los
tiempos güenos pasan a la carrera!
Una tarde
de mayo, llena de trinos
y perfumes
de lirios y madreselvas;
una tarde
de mayo, cuando las sábanas
verdes de
los trigales amarillean,
y con su
salpullío las amapolas
tiñen de
puntos rojos las forrajeras,
y tuercen
sus visajes los girasoles,
y afinan
sus bandurrias las tarantelas,
y las
cañas lustrosas de las espigas
cual
gañotes de cisnes se bambolean…
Una tarde
de mayo, la madre juerte,
que ya no
era ni sombra de lo que era,
suspirando...
—¡La tierra pa nuestros hijos!—,
se queó
muerta.
III.- MARI-ROSA
Mari-Rosa:
La
Mari-Rosa de los cantares en la vigüela,
la de los
ojos de lumbrinarias,
la de los
labios como cerezas,
la de los
verdes refajos cortos
que,
cuando brinca, revolotean
sobre su
carne jugosa y blanca
como la
leche de las almendras.
Mari-Rosa:
La
Mari-Rosa, la de la risa cascabelera;
la de
retozos como los chivos
en sus
alegres chinchirinelas;
la que no
sabe ni de dolores
ni de
congojas ni de tristezas;
la que
repulga sus diez abriles
con
picardías de fina seda.
Mari-Rosa:
la
repionela,
la
gorgorina,
la galrotera,
la
charabasca,
la
cusculeja;
¡la
Mari-Rosa!
La
Mari-Rosa de los cantares en la vigüela
llegó la
noche del velatorio
tan
callandito, tan rastrandera,
que ni la
vieron ni la notaron
bajo la
nube de gasas negras,
Y de
puntillas,
y casi a
tientas
fue
rejostrona junto a los chachos
que
sollozaban su llantilena.
La
Mari-Rosa de los cantares
la de la
risa cascabelera…
¡cómo
lloraba junto a los chachos!
¡Cómo
lloraba por su maestra:
la que
llevaba sus manos finas
jilando el
lino, jaciendo medias,
entretejiendo
los cobertores
y
repulgando las pañoletas!
Pero de
pronto dijo una cosa la Mari-Rosa,
dijo una
cosa la galrotera
que dio en
la llaga del jimploteo,
movió la
trúbila de la tristeza
y en el
relámpago d'un calofrío
surgió de
pronto la vida nueva.
Dijo a los
chachos la Mari-Rosa:...
—¡Alante,
alante. Valor, pacencia!...
¡Dios!...
¡Y lo dijo como lo dijo!
¡Cual lo
decía la madre muerta!
*
La
Mari-Rosa, que se criaba
sin
laboreo de barbechera,
como las
juncias y los valluncos
en los
recuéncanos de las albercas,
solícita
limpiaba los achiperres
y cuidaba
gozosa de las faenas
en casa de
los chachos, donde yacía,
junto a la
rueca,
respetada
por todos,
la más
preciada joya de la vivienda.
La silla
de bayones festoneaos
en
caprichosas mallas de cadeneta
sobre sus
patas corvas, y requilorios
en palos
de cerezo, con taraceas
a punta de
cuchillo.
La silla
que la madre trajo en la hijuela:
con su
respaldo de piel de lobo,
donde los
ocres y las grosellas,
en
laberintos de ringurrangos,
fingen
airosos cuerpos de ciervas
en brincos
ágiles
sobre las
juncias y las adelfas.
¡El trono
de la santa! Mudo testigo
de una
vida fecunda, paciente y téntiga.
*
Cuando la
virgen de bucles de oro,
la
chilindrina revirivuelta,
gozó las
mieles del amor puro,
savia
rajosa de paz austera...
Cuando sus
ojos de lumbrinarias,
en el
aljibe de aguas serenas,
donde
solía llenar el cántaro,
vieron los
lirios de sus ojeras,
como
bisarmas de cuentos brujos
que dieran
sombras a su inocencia;
sintiendo
el vértigo
de aquella
raza juerte y enérgica
que hacía
las glorias de su destino
corre
nutriéndose de Cielo y Tierra,
sopló la
lumbre del hogar santo,
cogió la
rueca,
y en un
arranque de sangre moza,
firme,
resuelta,
llegóse al
ara del sacrificio
subiendo
al trono de su maestra.
IV.- BASTÍAN
Fermín
agateaba por quince años;
Bastían no
contaría trece siquiera,
y
Miguelón, el padre, por aquel tiempo
daba de
bruces en los cincuenta.
Fuese
Fermín de rapa con los señores
a la
casa-cortijo de la dejesa,
y Bastían,
a la sombra del manijero,
dominó los
intríngulis de la mancera.
Vio cómo
sonreía la tierra parda
tras de
las rejas,
brindándole
sus labios a las alondras
en tanto
que llegaba la sementera.
Y ya a los
lubricanos, cuando volvían
alegres y
cansinos hacia la aldea,
vio cómo
los gañanes se santiguaban
al
esquilón del Ángelus, que, de la iglesia,
venía
despacito minando el aire
con el
caracoleo de las barrenas.
Bastían
era ya un hombre. Bajo su látigo
s'encogían
las bestias.
Bastían
era ya un hombre, porque regaba
con el
süor la tierra,
Un hombre
ya forjao por los trajines
y templao
en el córrigo de las tristezas...
¡Un
hombre, sí: qu'el dolor y el trebajo
fraguan
los hombres a la carrera!
V.- EL
PLEITO DEL TÍO JUAN
Juan, el
de la Petruja,
el mozo
más templao de la comarca,
descuajó
palmo a palmo los matorrales;
abrió
besana
trazando
con dos surcos, según costumbre,
la cruz
del primer jierro; mostró la entraña
virgen de
los posíos
al beso
del relente y al sol y al agua,
y dende
aquel entonces jué labrantía
la madre
de los brezos y de las jaras.
Juan
trajinó de firme.
Su cacho e
tierra le jucheaba
con
resabios de brozas,
con
gamonitas y ceborranchas.
Y Juan
jerre que jerre, jurguneando,
trinsando
fusca, zachando grama,
domando
las querencias de sus terrones
cual si
domara
los negros
potros de luengas crines
que pacen
en las vegas del Guadiana.
Y cuando
el espinazo de Juan se puso
corvo cual
la cuchilla de la guadaña,
y
temblaron sus manos encallecías,
cedió
rajosa la tierra brava.
Entonces
la dejesa le puso pleito.
¡Y por qué
cosa le pleiteaba!
¿De quién
era la tierra de Juan? ¿De Juan
o de la
jesa de La Morgaña?
—Tierra de
mis quereles, tierra bravia,
matorral
de jarales y d'albulagas
que yo
regué de mozo con mis suores
y con mis
lágrimas;
dime:
¿quién es tu amo,
cachino e
tierra de mis entrañas!
¿Quién
bautizó con nombre de labraora,
sobre la
cruz del jierro de la labranza,
la tez de
tu corteza, donde reía
burlona la
miseria de nuestra raza?
¿Quién
empreñó los vientres de tus barbechos
con la
gloria del trigo de las senaras
un año y
otro año, cuando las grullas
bajo los
nubarrones guarrapeaban?...
Tierra de
mis afanes, tierra bravia:
mis
sueños, mis quereles, mis esperanzas.
Dime; ¿quién
es tu amo,
cachino e
tierra de mis entrañas!
Y Juan
besó su tierra.
Y en la
paz religiosa de la mañana,
sus
ojillos azules y el sol naciente
conversaron
mirándose cara a cara.
El pleito
jué reñío.
Larga y
reñía jué la batalla.
Llegaron
los changüines de la dejesa,
repletos
de razones en tarangaina...
¡Juan no
tenía más razón
que la
corva de sus espaldas!
Y los
andacapadres,
las
tracalamandanas,
el berrón
y el perrengue
de La
Morgaña
esta vez
no cegaron a la Justicia,
fiel a la
revijuela de la balanza.
Y Juan
ganó su pleito.
*
Una
mañana,
cuando con
rejolgorio
la
Candelaria,
prendiendo
cascabeles d'amores nuevos
al bordón
y a la prima de las guitarras,
lanzó
desde la torre su voz de vísperas
compasando
el repique de las campanas,
Juan, el
de la Petruja, vendía su tierra;
y
Miguelón, su amigo, se la compraba.
—¡Justicia
de las leyes: güena justicia;
pero mu
cara!
—dijo
Juan, añujao por las congojas
y con los
ojos llenos de lágrimas—.
—Yo, que
gané mi pleito, di pa la Curia
los
ajorrillos que me queaban.
Ya me veo
jundio:
sesenta
inviernos llevo a la espalda;
y
m'ajogan, m'ajogan los socotreos
de la
labranza.
Ya no
pueo: la brince me tie cascao.
Y cuando
doy de bruces en la besana,
barrunto
los quejíos de mis terrones
que me
icen dolíos de mí desgracia…
—¡Juan,
qué torpe y qué flojo te vas poniendo!
¡Juan, si
das lástima!
Labra un
surco mu jondo, suelta la yunta,
¡túmbate
cara al cielo, Juan, y descansa!...
—En el
sueño m'acechan las pesaíllas;
sus
visiones me matan.
Veo la sombra
d'un látigo que se retuerce.
Ya no es
sombra: las lindes de La Morgaña
se
desparcen, repían, culebrillean,
expropian,
ciñen, trincan, arramplan...
Yo las
veo, las veo cercar mi suerte
y
estrangularla...
Algo zumba
en el aire. Miro pal cielo;
¡son los
grajos que pasan!
La yerba
crece... Son jaramagos;
aluego son
jelechos, aluego jaras...
La pesina
devora mi cacho e tierra...
Una jonda
restalla.
Después
oigo un sílbío...
Después el
birimbao d'alguna flauta...
Y
columpiando roncos cencerros,
paso
pasito llegan las vacas...
Ya no pué
ser, me jundo. Los malos sueños
m'esmorecen
el alma.
Tú tienes
dos cachorros, Miguel, dos hijos
espigaos,
y jorzúos y con agallas.
Siendo
tuya la tierra, seréis tres machos
pa
defender sus lindes y pa labrarla.
Tómala sin
escrúpulos: es mi concencia
quien te
la vende por lo que valga.
*
La fiesta
va granando;
risas,
cantares, mosto, bullanga.
Es hora
que s'arrisquen
los
mozalbetes y las muchachas.
De los
viejos arcones labraos a fuego,
donde la
forja luce sus filigranas,
la ropa
dominguera sale al jolgorio,
perfumando
el ambiente de mejorana.
En la
plaza terrosa qu'el sol orea,
lucen los
güenos mozos sus arrogancias.
Un zagalón
bragao se cuadra y dice
al tirar a
la barra:
—Tengo un
jarro de vino pa quien la ponga
más allá
de mi raya.
Es
Bastián, es el hijo de Miguelón;
son los
mejores puños de la comarca.
Juan, el
de la Petruja, oye, s'acerca,
mira,
repara…
y apoyao
en su recio garrote d'azauche,
velando
una sonrisa, cruza la plaza.
VI.- LA
NOCHE DE LAS CANDELAS
Llega la
noche
de las
candelas.
Cada
familia de labrantines
tiene su
lumbre junto a la puerta,
y ¡ay de
la casa sin candelorio!;
más le
valiera
que la
tomaran las pantarujas
para sus
grajas y sus cornejas.
Noche de
ronda.
¡Bendita
noche de las candelas!
Silban las
flautas;
locas
palpitan las panderetas;
y las
sonoras y las bandurrias
y los
rabeles y las vigüelas,
en
fermatinas de notas lánguidas
se
regodean.
Noche de
ronda,
Vienen los
mozos de puerta en puerta
dándole al
jarro.
Y al
sonsonete de la cadencia
dicen a
dúo su gerineldo
de coplas
dulces, finas, serenas,
cual la
llantina de los juagarzos
en las
fogatas de mil lengüetas.
Las buenas
mozas,
con
perifollos en la caeza,
con
garambainas de colorines
y
pañízuelos de filoseda,
con el
repulgo de los refajos
a media
pierna,
bordan
descalzas el gerineldo.
Bendita
noche de las candelas.
En
torbellinos de repiquetes,
el
campanario pulsa la fiesta
dando a
los aires trinos de bronce.
La
chascarina chisporrotea
bajo la
comba de las campanas,
Solloza el
órgano; fulge la iglesia;
surcan los
cohetes el cielo torvo,
como las
flechas,
y, al
estrumpicio, se desmoronan
en una
lluvia mansa de estrellas.
¡Ay de los
mozos!
¡Ay de las
mozas casamenteras!
Danzan las
brujas
sobre los
brazos de la veleta;
corre la
savia,
vagan
perfumes de vida nueva,
llegan las
flores,
el amor
llega...
¡Ay de los
mozos!
¡Ay de las
mozas casamenteras
que, al
zarandango,
brincan en
torno de las candelas!
*
Miguelón
tiene hogaño su candelorio
por vez
primera,
y, ante
sus relumbríos, dice a los chachos
con lengua
estropajosa que balbucea
templando
los decires de las palabras
por llegar
al acorde de las ideas;
—Bastían,
Fermín, Chachina: La güena madre,
cuando l'abandonaron
las curanderas,
jallándole
los ojos ya desparcíos
por la
sábana branca de la concencia,
palpándome
los brazos
con las
manos aquellas
que en mis
carnes reviven, pos entavía
por tó mi
cuerpo me temblequean,
me dijo:
¡Alante, alante;
valor,
pacencia!...
Y palpaba,
palpaba como queriendo
buscar a
tientas
en mis
brazos jorzúos
el filón
de mis juerzas,
Y con voz
soterraña,
jurguneando
la garraspera,
me
suspiró: ¡La tierra pa nuestros hijos!...
Y queó
muerta.
Y con
aquel suspiro jundió en mis tuétanos
el afán de
mercaros un cacho e tierra,
Endíspués
los trajines y los ajorros,
Mari-Rosa
que llega...
Y los
ruíos sagraos
en la casa
dispiertan
al chascar
de la lumbre, y al jervor del puchero,
y al
runrún de la rueca.
Y esta
zumba, tan juerte de puro mansa,
jucheó
nuestras juerzas;
y el süor
del trabajo, con el polvillo
que
levantaran las jerramientas,
en
nuestras mesmas frentes se convertía
en
terrones de tierra.
¡Terrones
de la tierra que yo he mercao,
sin que
naide lo sepa,
y que
quiero, chachinos, dir a enseñárosla
en esta
noche de las candelas!
Y Miguelón
suspira. Brillan sus ojos
cual los
relumbres de la juguera;
se
retuerce las manos, mira pal cielo,
s'encara
con los guiños de las estrellas…
y al
barruntar el llanto de Mari-Rosa,
l'acaricia
y la besa,
y al oído
le dice; —Chacha, chachina,
gorgorín
de mi güerta:
¿lloras?
No llores:
ponte
contenta,
Ponte tu
zagalejo de colorines
y tu
gandaya de filoseda
y el
pañolino grana con el adobo
d'aromas
de membrillos y de camuesas.
Canta,
ríe, retoza, brinca de gusto,
mí
chorovina revolandera;
que quiero
que esta noche se desentuman
tus quince
años y tu vigüela.
*
Al brillar
el lucero, los labrantines
aparejan
sus bestias.
Van a
piernacachones los mozalbetes
en
albardas de bálago, bien peripuestas;
en el
arzón la bota de vino tinto,
y la moza
en las ancas, a mujeriegas,
una mano
en el talle del mozalbete
y otra
mano en el talle de la vigüela.
Delante
van los viejos.
En sus
recias manazas chisporretean,
al soplar
el remujo,
los
últimos tizones de las candelas.
Marchan
rumiando jondos sentires.
Van a sus
tierras
con el
tributo del candelorio,
que
purifica las sementeras.
En carros
entoldaos, los labraores
van a sus
jesas
delante de
la rastra de jornaleros,
que al
lomo de sus muías de La Serena
con ricos
collarones de campanillas
y con
jáquimas nuevas,
pregonan
fachendosos
el rumbo y
el tronío de la jacienda.
Dende la
torre
se ve como
rebullen y jormiguean
por
caminos, carriles y vericuetos,
rasgando
la negrura de las tinieblas,
en
procesión de risas y de cantares
y notas de
guitarras y panderetas,
unos
puntos de fuego que se persiguen
como
luciérnagas.
Son los
rescoldos
de las
candelas,
Son ellos,
labrantines y labraores,
mozos
tallúos, mozas casamenteras...
Son ellos,
coplas, risas,
süor,
creencias...
¡Son los
cachorros que conquistaron
y
conservaron un cacho e tierra!
SEGUNDA
PARTE
VII.- EL
PRIMER BESO
Corren
tiempos felices. La vida es fácil;
l'ambición
es paciente; la lucha, mansa.
El amor y
el trebajo cierran el broche
d'un
collar desperanzas.
Puños de
jierro labran la tierra;
manos de
raso cuidan la casa
Bastián,
tras de su yunta, canta bravio,
La
Mari-Rosa quedito canta,
Tan sólo
el manijero cuenta, recuenta,
calcula y
calla,
y
silencioso rumia la dicha
con el
mismo sosiego que la desgracia.
Es víspera
del Corpus,
En amor y
compaña
Bastián y
Mari-Rosa caminan juntos,
tras de
sus borriquillos, por espadañas,
juncias y
madreselvas,
para el altar
qu'han puesto frente a su casa.
Es una
tarde tibia de sol radiante.
Por el
chalabarquino rezonga el agua.
Los
titilillos y los jilgueros
revolotean
entre las zarzas.
Al fondo
de la vasta llanura fértil
se yergue,
majestuosa, la sierra brava,
ceñía por
la comba de los regachos,
que
penden, caprichosos, de sus gargantas
como
regios cintillos de cuentas verdes
con
engarces de plata.
Y a la
vera del lombo, breves alcores,
extensos
altozanos, mesetas amplias,
que como
desperezos de la llanura
sirven de
contrafuertes a la montaña,
y en donde
seculares encinas vírgenes
muestran
la reciedumbre de su pujanza,
serenas,
graves, nobles, como si fueran
el troquel
de la raza.
Por entre
las encinas van los muchachos
devanando
el ovillo de su caraba.
Al abrigo
del cerro de las coscojas,
que reta
con sus canchos a la montaña,
torvo y
enfurruñao,
hay un
roíllo de tierra llana
qu'alfombran
gamonitas y jaramagos,
cardinchas,
gallicrestas y ceborranchas,
en donde
muy surito vierte su córrigo
de limpias
aguas
el fragüín
que, saltando de risco en risco,
desciende
de las morras de la Morgaña,
y en el
lecho del llano, sobre la yerba,
trinsao de
fatiga se destiraja,
diciendo,
cantarino, cuentos de lobos
al doblón,
los tamujos y las retamas.
Porqueros
y pastores pueblan el valle,
Sus chozas
de jelechos y de montana
cercan las
parieras y los atajos
qu'el
arroyo deslinda con sus vardascas.
Adoban el
resensio la tierra húmeda,
el perejil
silvestre, la yerba cáustica,
romeros y
tomillos,
almoradú,
jarancios, brezos y jaras.
Lavando
sus almillas de colorines,
unas
zagalas
entonan al
acorde lindos cantares.
Guarrapean
las ranas.
Llora el
rabel gangoso; silban sus notas
los
canutos de caña;
tiemblan
miles de esquilas;
regruñen
los lechones, los borros balan...
y en las
cuencas de fresno repiquetean
los
machotes el himno de la trincaya,
Bastián y
Mari-Rosa suben al cerro,
desde
donde atalayan
el
recocaje de los pastores
que,
discreto y humilde, yace a sus plantas.
El aroma
del viento, jugoso y acre,
la paz de
los albergues, la vida mansa,
los
bejorriles de penachos azules,
las notas
vagas
de leves
tintineos, las tonaíllas
amorosas y
plácidas
y el balar
cadencioso, y el dulce arrullo
del rabel
y las flautas,
prenden
fuego de amores en los muchachos
y conmueven
sus almas.
Vibra su
carne virgen, vela sus ojos
el fulgor
de unas lágrimas;
y
horizontes purísimos azul y rosa
d'una
aurora diáfana
nimban el
cuerpecino d'un chiriveje
que les
tiende los brazos en lontananza...
Y palpita
la roca de los canchales,
y cloquea
fecunda la sierra brava,
y reviven
las flores de los aromos,
y
revientan las yemas, corre la savia…
Y sobre
las coscojas, sobre los riscos,
sobre los
chozos y las cabañas
el
querubín hermoso del primer beso
bate sus
alas.
VIII.- LA
SIESTA
A las
caldas ardientes d'un sol de lumbre,
la tarde
bochornosa duerme la siesta.
No
chilrían los mirlos entre las mimbres,
ni
s'arrullan las tórtolas en las charnecas,
ni los
cucos burlones ni las bubillas,
entre las
espadañas jacen la ruea:
qu'al
fuego derretío d'un sol de plomo
callan los
musiqueros de las riberas.
Tan sólo
las chicharras, entre los pámpanos
de las
viñas montúas de las arenas,
con las
alas en pompa, dan rechiníos
rizando
las ternillas de la caeza.
Y es su
canción un blando suspiro jondo
de calor y
cansera:
la canción
que suspira
la llanura
sedienta.
De repente
la copla de las chicharras
se pone
retemblona, se tambalea.
Un árbol
que plantaron en una linde
desparce
por el suelo las. hojas secas,
y el
polvillo mullío de los rastrojos
se levanta
jormando la polvareda.
Es que
corre la racha d'aire solano.
La tarde
da vajíos, y cuando alienta,
los
remolinos barren las hojarascas,
que se
buscan, respingan, corren y juegan,
vienen de
los plantíos a los barbechos,
tornan de
los barbechos a la arbolea,
saltan y
brincan,
s'encaracolan,
revolotean
y suben
como cohetes altas, mu altas,
jaciendo
remetías y garambetas…
Pasan los
remolinos, y luego caen,
como
pájaros muertos, sobre la tierra.
Y después
las chicharras, y el sol de plomo
chamuscando
la parda llanura seca.
IX.- LA
INSOLACIÓN
Bastián,
el mozo juerte de los castúos,
en mangas
de camisa labra la tierra
que
Miguelón, su padre, cansino y viejo,
mercó pal
estribillo de su probeza
tras un
vivir oscuro, noble y jonrao,
riñendo
cuerpo a cuerpo con la miseria.
Los burros
de su yunta dan resoplíos
con las
bocas abiertas.
A los
cuchinfarrones de las cuchillas,
cruje la
tierra.
Ronca la
canga
con los
vaivenes de la mancera.
Rechinan
los chinatos mientras se junden
bajo las
jerraúras y las tachuelas,
y al
restallar los jitos,
los
jierros tiemblan.
¡Oh, la
canción monótona de notas leves,
de tonos
graves, d'extraña orquesta
que
resopla y que cruje, ronca y rechina,
restalla y
tiembla
bajo los
relumbríos d'un sol de llamas,
sobre la
tierra
que,
compasando el paso, labra la yunta,
que lleva
la batuta con las orejas!
Tan sólo
los labriegos saben su ritmo,
qu'el arao
tan sólo mueve sus cuerdas.
—¡Qué
alegría más grande;
cómo
crecen las juerzas,
y el
corazón se jincha
de cosas
güeñas,
y llegan a
lo vivo de los reaños
sanas
querencias,
siendo
d'uno la suerte,
siendo
d'uno las bestias
y siendo
también d'uno los goterones
del süor
que chorrea!...
—dice
Bastián, jundiendo con paso firme
los surcos
removíos, que se derrengan
y marcan
de sus botos claveteaos
profundas
juéyegas.
Bastián
rumia la historia d'aquella suerte,
que medirá
tan sólo veinte fanegas,
y,
rumiando, rumiando y abriendo surcos
bajo el
sol derretío que le caldea,
pasa y
repasa el mozo sus alegrías
y sus
tristezas.
Pero los
rayos del sol de lumbre
le
taladran la nuca como barrenas,
y Bastián
siente vértigos.
Su frente
abrasa, sus labios queman.
Una manga
de chispas punza sus ojos,
Un
enjambre le bulle por la caeza...
Y sus
puños aflojan entumecíos;
y las
rodillas se le derrengan;
y su
cuerpo de bronce, firme y tallúo,
de fibras
recias,
se
despluma de bruces, asollamao,
sobre la
muletilla de la mancera.
Ni un
cristiano discurre por los carriles,
La tarde
bochornosa duerme la siesta.
Anochecío,
cuando el
sol, agarbao tras de la sierra,
tiñe y
bruñe la franja de los baraños
de luz
sangrienta,
y abre la
clara luna su puerta de oro,
y anuncian
los luceros a las estrellas,
asoma
traspón vienen canturreando
las tonás
de la tierra
muchachas
que trajinan d'espulgaoras
y de
cesteras,
bajo sus
tenderetes de lonas blancas,
en las
villas montúas de las arenas.
Traen al
cuello collares de verdes pámpanos,
y
esquinitas de uvas en las orejas,
que
alegres, las indinas, con jugueteo,
por el
camino las comisquean.
Con la
pandilla viene la Mari-Rosa.
El
espolique brujo de la querencia
pone en su
cuerpo fino garbo de corza
y espabila
sus piernas
cuando a
los lubricanos,
labrando
su besana, Bastián la espera.
Pero al
subir alegre por un cabezo
desde
donde divisa su cacho e tierra,
repara,
lanza un grito, tiende los brazos
y parte
como loca campotraviesa.
Y las
muchachas de la pandilla
corren
tras ella.
—¡El sol
de los membrillos, el sol de llamas,
le jirió
con sus rayos en la caeza!
—¡Bastián,
Bastián, chachino; no me responde!
Restregarle
las sienes con agua fresca.
Pronto,
¿No tenéis agua?
¿No
topásteis un pozo por la verea?...
—¡Santo
Dios, que no hay agua, que me se muere;
que la
frente le arde, qu'el pecho tiembla,
que sus
ojos se ponen ya vidriaos
y
l'estrangula la garraspera!
—¡Vigen de
Guadalupe, Vigen quería;
tunde la
nube fosca de la tormenta!
Y
Mari-Rosa calla. Sus ojos jienden
la llanura
sedienta,
y los
baraños tintos en sangre,
y los
luceros que candilean,
y el foco
de la luna de luz de fragua,
roja y
siniestra.
Llora la
Mari-Rosa. La tierra abrasa;
se mastica
el borchorno; el aire quema.
D'allá
lejos s'escuchan los rechiníos
d'una
carreta,
y una voz
cachazúa que va cantando
una
canción monótona y plañidera.
—¡Agua: no
tener agua!...
¡Y por un
buche d'agua que me se muera!...
—¡Ah: las
uvas, las uvas!
Estrujar
los racimos a la carrera
sobre mis
manos, pa que con mosto
le remoje
la lengua.
Los
pámpanos son frescos;
ponerle
muchos pámpanos en la cabeza.
Cierra la
noche.
Los mozos
prenden fuego las rastrojeras,
y en la
llanura surgen lagos de llamas
que fingen
oleaje con sus lengüetas.
La
procesión es triste. Cuadro tan triste
jamás se
viera.
Traen a
Bastián las mozas en tenguerengue
sobre una
bestia,
con la camisa
llena de mosto,
y un
vendaje de pámpanos en la caeza.
Los mozos
que retornan de sus trajines
y los que
prenden fuego las rastrojeras,
ante cosa
tan rara se desconfían
y
titubean;
y al fin
sus risoteos llenan el aire,
pensando
que las mozas vienen de fiesta.
—Dejárnosle
a nusotros espulgaoras;
veréis si
le quitamos la borrachera.
Pesa el
aire caliente como una losa
de plomo
derretío. La luna llena,
rechoncha
y mofletúa, roja de risa,
no repara
en los guiños de la estrellas.
Veniros
con nusotros, espulgaoras;
que ya vos
quitaremos la borrachera.
—Bastián:
¡alante, alante!
—dice la
Mari-Rosa—;
¡valor,
pacencia!
¡Valor!
¡Pacencia!
X.- LA
CURANDERA DE MEDELLIN
Mira la
curandera de reojo
pal
chinero que guarda sus bártulos,
y jaciendo
caroñas y guiños
se
santigua con un garabato.
Coge luego
un tostillo de jíerro;
da tres
golpes, consulta el oráculo,
y
endispués de lanzar un quejío
s'engurruña
y entona el ensalmo.
—¡Ay del
mozo valiente y fornío
que al
labrar en la siesta su campo
cae de
bruces al filo del surco
por la
lumbre del sol chamuscao!
¡Ay del
güen mozo,
si no
tiene agua fresca en el jato!
¡Muera la
víbora!
¡Viva el
lagarto!
¡Corre y
brinca detrás de la Maya,
Samparipayo!
¡Ay del
recio gañán que s'abrasa
sin tener
más consuelo ni amparo
que
terrones de tierra encendía
y montones
de polvo escaldao!
¡Ay del
gañán;
qué
amargosa es la jiel del trebajo!
¡Muera la
víbora!
¡Viva el
lagarto!
¡Corre y
brinca detrás de la Maya,
Samparipayo!
Mete la
curandera su soplillo
por la
boca d'un cántaro;
sopla
fuerte y el agua rebulle
d'alegría,
riyendo y cantando.
—Agua
clara, de fuente perdía
entre
riscos y peñas y canchos,
donde
mojan sus picos las tórtolas
pa
seguirse endispués arrullando.
¡Ay, agua
clara:
bien
podías jacer un milagro!
¡Muera la
víbora!
¡Viva el
lagarto!
Agua
fresca, de copos de nieve,
serená por
la noche del Santo,
y enramá
con jazmines morunos,
asusón,
toronjil y mastranzo.
¡Ay, agua
fresca;
bien
podías jacer un milagro!
¡Muera la
víbora!
¡Viva el
lagarto!
¡Corre y
brinca detrás de la Maya,
Samparipayo!
Saca la
curandera zarzamora
del
chinero que guarda sus bártulos,
y jaciendo
mimosos melindres
la coloca
en un cuenco de barro.
Zarzamora,
más dulce qu'almiba,
perfuma de
romero y jarancio,
que nos
curas los malos hechizos
del amor,
que nos dan embrujao...
¡Ay,
zarzamora;
bien
podías jacer un milagro!
¡Muera la
víbora!
¡Viva el
lagarto!...
Zarzamora
que curas cuartanas,
padrejón,
patatús y trancazo,
y revuelta
con flores de luna,
mal de
ojo, tiricia y embargo.
¡Ay,
zarzamora;
bien
podías jacer un milagro!
¡Muera la
víbora!
¡Viva el
lagarto!
¡Corre y
brinca detrás de la Maya,
Samparipayo!
Coge el
cuenco la vieja; lo moja
con el
agua bendita del cántaro,
y lo llena
después de vinagre,
y consulta
de nuevo el oráculo,
y lo pone
en la frente del mozo
a la par
que repite el ensalmo:
¡Muera la
víbora!
¡Viva el
lagarto!...
¡Jierve,
jierve; la lumbre caldea!…
¡Ya se
jizo, por fin, el milagro!
¡Muera la
víbora!
¡Viva el
lagarto!
Y riyendo
con risa de bruja,
se
santigua con un garabato.
XI.- CARRERAS
DE GALLOS
Tarde
mansa de otoño.
Medellín
arde en fiestas.
Recios
gañanes lucen sus mulas labraoras
en un
cabalgar lento, camino de l'alberca.
Dulces.
Chiquillería
lampuza y
bullanguera.
Pastores
embutíos en trajes d'estezao.
Mozalbetes,
comadres, mocinas peripuestas
puliendo
una sonrisa.
Sonoras,
castañuelas.
Cielo
azul, tierra parda, sol radiante. Jolgorios,
amoríos,
querencias…
Y una
copla bravia desgranando requiebros
en el
ambiente tibio de la tarde serena.
Es el doce
de octubre.
Los
valientes castúos de Medellín celebran
aquel
primer abrazo
que España
le dio a América,
derrochando,
rajosos, valor y gallardía
en un
viril alarde de pujanza y destreza.
Van a
correr los gallos en el lejío. Cruzan
las calles
polvorientas,
sobre
potros d'empuje, cubiertos d'alamares,
bordando,
fachendosos, lanzas y moringuetas.
Fajas
rojas y azules al viento. Colorines
de ropas
domingueras
salpicando
de tonos calientes el lejío.
Redoblantes.
Trompetas.
¡Silencio!
Veinte gallos
—ice el
pregón— recuelgan
a quince
pies del suelo.
Y
estribando la cencia
del
festejo en cortarles
a tajos la
caezas,
ca cual de
los mozos ganará los que mate,
y al que
más, nombraremos capitán de la fiesta.
Calla el
pregón. Relucen
al sol las
cachicuernas…
y
palpitan, ansiosos, corazones cansinos
de viejos
labrantines, embotaos por la briega,
mientras
en los rollizos ijares de los potros
se junden
las espuelas,
y
restallan las furias del galope tendió
sobre la
tierra parda, qu'orgullosa retiembla,
despertando
al recuerdo de jazañas d'antaño
que
regaron con sangre de infieles su corteza.
¡Alante,
alante! —icen
tambores y
trompetas.
Y en cata
de los gallos rebrincan los jinetes
dando a la
vuelta y torna chisfarratás certeras;
y a cada
tajo en firme, rezumba el alboroto
del
pueblo, enardecío, que grita y palmetea.
—Un trago
por mi mozo, compadre —ice un viejo
levantando
su bota de vino de Guareña.
—¡Bravo,
Currillo, bravo! Recorta cuando brinques,
no
t'escaches la jeta.
—Por las
fajas azules apuesto dos lechones.
—¡No te
caerá esa breva!
—Por mi
nieto y los rojos, un chorizo del cabo
—va
gritando la agüela...
Y entre
dos zagalinas,
ya pronto
casaderas,
queda un
ramo d'albeaca
perfumando
una apuesta.
Ya tornan
los jinetes, al paso castellano,
mostrando
en sus arzones las piltrafas sangrientas.
Mercachifles
rumbosos
les
brindan chirrichoflas y dulzainas caseras.
Ansiedad,
cuchicheos;
redoblantes,
trompetas...
¡Silencio!
El pregonero
va a
fallar la contienda:
—Once, los
coloraos; y nueve, los azules,
Pedro
Cortés, el nieto d'Alfonsa la yegüera,
seis
viajes, seis tajos;
seis
tajos, seis caezas.
Pedro
Cortés; en nombre del Concejo os nombramos
capitán de
la fiesta.
Y el mozo
sale al medio del lejío. Se cuadra,
se quita
la montera
y marca,
cimbreándose sobre su potro negro,
garbosas
reverencias.
Y el
pueblo s'alborota,
le saluda
con vivas, le aplaude, le corteja...
Y a su
paso enrojecen las mocinas tempranas,
le saludan
los viejos y le palpan las viejas.
Y el
castillo —glorioso relicario d'un pueblo
de
valientes que supo dilatar sus fronteras
hasta
imponer, al tajo de sus recias tizonas,
a la joven
América
su
cultura, sus leyes,
su Dios y
su bandera—,
el
castillo soberbio,
qu'hoy
cubre con yerbajos las caries de sus piedras,
y que
opuso a los siglos sus pardos torreones
que
levantó la Gloria y respetó la Guerra,
pues se
runde tan sólo
al peso
formidable de su propia grandeza,
sonríe,
con sonrisa de titán derrengao,
al
cachorro bragao que ganó las carreras.
XII.- LA
SEMENTERA
Antes que
el sol ascienda majestuoso
coronando
la paz de los oteros,
la forja
del lugar anuncia el día
con
sencillo y jovial chisporroteo.
Resopla el
fuelle. La tenaza corva
junde la
reja en el carbón de brezo
que
enclueca el espetón. Las chispas bullen
como
abejas de fuego;
y el
yunque patriarcal, a las caricias
del alegre
martillo bullanguero,
vibra
sonoro, en el silencio grave,
despertando
al trajín a los labriegos.
Después,
el misterioso
breve
murmullo de los desperezos;
la voz del
gallo saludando al alba,
el
nervioso vaivén del ajetreo,
y el toque
d'oración, a cuyas notas
vaga el
Ave María por el pueblo,
Y en un
beso de luz del sol naciente,
la ofrenda
del trebajo sube al cielo.
Al pie
d'un azauche vejestorio,
que centra
los lindazos del terrero,
Bastián y
Mari-Rosa rezan juntos
la oración
de la siembra. Los labriegos
que vienen
por las trochas se descubren,
se
santiguan y pasan en silencio.
«Cacho e
tierra que tienes entrañas
que
moldean la entraña del pueblo.
Cacho e
tierra que ordeñas y endulzas
y cuajas
el agrio süor del labriego:
Yo te
traigo la güena simiente,
la flor
del granero:
trigo
rubio, más rubio que el oro
que
d'América trajo el agüelo;
trigo
rubio que en pan convirtiera
la Jambre,
si Amor no anduviera por medio.
Ten allá.
Y en la paz de tus surcos,
y al calor
maternal de tus senos,
que brote,
que brote. Que tallos lustrosos
saluden,
airosos, al paso del viento,
mostrando
gozosos hermosas espigas,
Y aluego
cuando al
sol el jocino relumbre
terrible,
siniestro,
que
humildes agachen sus testas de oro
como sí el
jocino les pidiera un beso.
Cacho e
tierra que tienes entrañas
que
moldean la entraña del pueblo:
Dios te
salve de grama y cenizo,
Dios te
salve de la ira del trueno,
Dios te
salve del hombre sin nombre
que
trunca, cobarde y brutal, tus empreños;
Dios te
salve de hechizo de bruja,
Dios te
salve del ala del cuervo,
que trueca
en negrillo la espiga que toca
¡Dios te
salve y te dé buen tempero!»
¡Qué
bonita qu'está la Mari-Rosa!
se dicen
los que cruzan el sendero,
camino de
sus tierras, ¡Con qué garbo
ciñen la
gracia del justillo nuevo
los
ramales de crines, que sostienen
el zurrón
de pellejo!
¡Paece la
Vigen de la sementera
que bajara
del Cielo!
—¡Qué
bonita que está la Mari-Rosa!
Se dice un
zagalillo, que, a lo lejos,
de pie
sobre un jalón, cual estatuilla
de barro
qu'el sol bruñe, mira atento
cómo la
moza tira la simiente
precisando
el alcance del voleo.
¡Paece la
Vigen de la Sementera
que bajara
del Cielo!
—¡Qué
bonita qu'está la Mari-Rosa!
Se dicen,
a su vez, el sol, el viento,
la tierra
labrantía,
el
alcudón, la alondra y el triguero.
¡Qué
bonita qu'está! Y el sol la besa,
y,
juguetón, ciñe su talle el viento,
y cantan
las alondras, y a su paso
se abre la
tierra en surcos, sonriendo.
¡Paece la
Vigen de la Sementera
que bajara
del Cielo!
¡Qué
bonita qu'está mi Mari-Rosa!
Se dice el
mozo, que por un momento
para la
yunta pa secar su frente
y aspirar
el aroma del resensio.
¡Qué
bonita qu'está! Y ha de ser mía,
mía pa
siempre, ¡pa siempre! Y será luego
la madre
de mis hijos: la maestra
que les
enseñe dende nuevos
dónde está
Dios y dónde está la tierra
de donde
sale el pan que nos comemos.
¡Qué
bonita qu'está qué repreciosa,
qué firme
y qué garboso tiene el cuerpo!...
¡Quién
fuera el airecino que revuela
los
faralares de su zagalejo!
Y ella
mira, comprende, s'arrebola,
sonríe
coquetuela; tira luego
unos
granos de trigo contra el mozo
mientras
que, mimosina, va diciendo:
—Déjame
que te siembre, pa que broten
en tu
magín los güenos pensamientos—.
Y el gozo
bailarín brinca y retoza
en sus
ojillos claros entreabiertos...
¡Paece la
Vigen de la Sementera
que bajara
del Cielo!
Una vieja
canción d'amores pasa
cuchicheando
con el viento.
Tiemblan
esquilas en los andurriales;
suenan
lejanos los cencerros;
canta un
zorzal; murmullos leves
siembran
la paz en el resensio.
Turba de
pronto la inefable calma
brusco
tropel, vertiginoso estrépito
que de las
altas cumbres de la jesa
se
derrumba, roando por el brejo.
Son
cazaores que corriendo potros
vienen de
La Morgaña con sus perros.
Mari-Rosa
y Bastián ven una liebre
que llega
mu surita, de garbeo,
por la
linde adelante, y s'acurruca
detrás
d'unas matillas de jelecho.
Un
perrillo nervioso corretea
por entre
las magarzas del lindero,
meneando
la cola. Cuatro galgos
se
mantienen, astutos, al rececho.
El perro
ve la liebre, tiende el rabo,
queda
parao en seco,
y
encandila los ojos, que semejan
dos
carbuncos de fuego.
Y azuza el
galopín; salta la liebre,
corren los
potros, jipan los podencos,
se
revuelven los galgos, vociferan
a la zaga,
ya roncos, los perreros…,
y en
confuso tropel van devastando
los surcos
por Bastián recién abiertos.
La paz
fecunda de los campos juye
por un
rayo de sol, clamando al Cielo.
—Es
Fermín, que divierte a los señores
cazando
liebres a la vera el pueblo,
—dice
Bastián— mirando sus amielgas
ya
trastocás en un rejollaero.
—¡Alante,
alante! —dice Mari-Rosa—;
sembraremos
de nuevo.
Ya entre
desluces, cuando las campanas
traen de
la iglesia la señal del rezo,
al pie del
azauche vejestorio
que centra
los lindazos del terrero.
Bastián y
Mari-Rosa rezan juntos
la oración
de la siembra. Los labriegos
que
vuelven por las trochas se descubren,
se
santiguan y pasan en silencio.
Cacho e
tierra que llenas el mundo
que tus
hijos llevamos por drento.
Cacho e
tierra que tienes entrañas
que
moldean la entraña del pueblo:
Dios te
salve de grama y cenizo,
Dios te
salve de la ira del trueno,
Dios te salve
del hombre sin nombre
que
trunca, cobarde y brutal, tus empreños;
Dios te
salve... ¡del hombre!
Dios te
salve y te dé buen tempero.
¡Dios te
salve
y te dé
buen tempero!…
F I N
Luis Chamizo
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